jueves, 8 de octubre de 2009

El rebelde

Casi siempre anda oculto y esa fue la última vez que lo vimos. Le gustan las grandes selvas, el contacto con la naturaleza en su pleno centro y la poesía que producen las balas cuando éstas son proletarias. Verlo allí echado, mirando al infinito como si nada le inmutara, no les molestaba a aquellos militares que parecían más bien satisfechos de haber cumplido con su labor. Alguien que estuvo en el momento en el que todo acontecía, cuando pusieron su cuerpo sobre la lavandería, le dijo a su compañero en voz bien bajita, como para no despertar sospechas “no está muerto ¡mirá! ha movido sus ojos… está respirando ¡espléndida jugada esa de hacerse al muerto compadre!”


Echado allí, parecía encontrarse en una profunda reflexión y todos querían sacarse fotos a su lado. Hasta los soldaditos se sacaron algunas para su archivo personal: apuntando, con cara de malos al durmiente, faltando sólo que se pongan los quepís al revés para decirles a sus novias “yo lo maté”. El barbudo echado, cercado por bestias armadas que lo exponían como a un trofeo, quiso estallar en risa. Pero se quedó callado. Como un muertito. Claro, en ese estado de meditación, ni siquiera otro balazo lo hubiera despertado.


Quiso la selva un día hacer un pacto con él y le dio las virtudes de un fantasma que aparecía y desaparecía cuando le daba la gana, pero los otros le decían al mundo que estaba muerto. Sin creerlo y sin fundamento, pues nunca pensaron en lo que la muerte significa: el hombre falló, entonces lo atraparon, pero ello era lo más fácil: nunca pensaron en el otro, en el más peligroso, nunca dijeron donde estaba el rebelde.


Entonces quiso la muerte hacer un pacto con él y le dio la posibilidad de quedarse en la montaña para que desde allí realizara sus movimientos y nunca estuviera solo. Lo condecoró con una estrella en la frente y le dijo: serás el rumor del río que nunca cesa, la espina clavada en los pies de la injusticia, el inquebrantable espíritu de la juventud, serás un símbolo de la rebeldía.


Los trabajadores, los únicos embajadores de la vida, fueron tribunal de aquellos pactos y lo reconocieron como hermano y le abrieron las puertas.


Mientras se encontraban exponiendo su cuerpo se despreocupaban de lo demás. Admirados de su propia pericia explicaban cómo lo habían atrapado y se sentían orgullosos explicando su táctica al agente de la CIA. Tal situación indigna le hubiera tentado a cualquiera a levantarse para demostrar lo equivocados que estaban, pero él se quedó inmóvil. Mientras más pasaba el tiempo más seguros de su muerte se creían y no se levantaba pues de hacerlo sabía que nada hubiese cambiado.


Soñaba largamente, meditaba y en sus ojos el brillo no se borraba. Soñaba y los demás no lo sabían. Soñaba con las manos creadoras de los trabajadores. Soñaba, soñaba, soñaba, soñaba y soñaba…


En la higuera el barbudo entregó su cuerpo y fue por fin libre.


Texto: Mauricio Canedo (el colgado). Este texto fue escrito para el segmento radial " El colgado" que forma parte del programa "Arte en la llajta" transmitido todos los sábados a las 8:00 en la radio CEPRA-CEPJA FM 90.3. Puedes encontrarlo también en http://colgaderas.blogspot.com.